Desaparecen. Apenas las toco, y de pronto, el rostro que era habitual, que se cruzaba, que me miraba, que apenas me sonreía, en ocasiones me saludaba, desaparece. Los ojos se quedan en la memoria, en mi cerebro abarrotado, y poco a poco, todo pierde su importancia, y un día, cualquiera, nada está. O simplemente no recuerdo todo lo que solía recordar. Ellos han huído. Los seres que aparecieron, se fueron. Y aunque puedes asomarte y verlos, no están. Y entonces, siento pena. Porque en ellos estuviste tú, y ese tú ya no eres tú, y tú serás ellos algún día, y hoy continúas ahí, y allí, donde estabas a su lado ya no queda nada, sólo el recuerdo y tierra.
-¿Sigues tomando café?
-Cuando vengo a verte.
-¿Por qué?
-Me excita.
-¿Y es el estado de ánimo que quieres conmigo?
-A tu lado diría yo.
-¿Por qué?
-Porque no estoy contigo según mi criterio.
-¿Quieres agua?
-No.
-Hemos terminado.
Me sumerjo en la tristeza, en el abrigo de poliéster, largo, negro, sucio y con el único olor que yo puedo desprender. Él también me acerca el gorro. Abrígate, dice. Lo haré, digo. No me tiende la mano. Mantiene la distancia, la frialdad y camina hacia la única puerta, blanca y gorda. Arañada, vieja. Huye de mí. Cierra el cuaderno, y sobre él coloca el bolígrafo transparente. Regresa a mí. Pienso que esconde algo. Yo continúo hundido, y del hundimiento no he aprendido a salir. En lo alto me apacigua una luz amarilla, cálida e insuficiente. Quizá por eso estoy aquí, por las personas, que un día se colaron en mi vida, me la robaron, y otro día, desaparecieron.
-¿Puedo hacerte una última pregunta?
-Sí.
-¿Qué es lo que más necesitas de las personas?
-La mirada.
-¿Y lo que te repugna?
-Mis mentiras.
.
Me llamo poco, me llaman mucho, mi nombre es Ruido, mi peso, mi piel, mi aliento, mi pelo, mis ojos, mi voz, todos justos o por separado son irrelevantes. Paradojas, soy altamente sigiloso. Me gusta caminar por los números impares de las calles, fotografiar buzones, leer papeles pegados en las paredes escritos a mano. Me gusta el café en vasos de cartón, beberlo y ver el movimiento constante del mundo. Utilizo zapatos sin cordones atados, uso guantes rotos a la altura de las uñas, y me fascina la soledad intermitente. Necesito que la necesidad deje de ser tan ansiosa. Hundo la mano en el bolsillo del pantalón vaquero, recojo una moneda de cincuenta céntimos, tarareo una canción de Bob Dylan, empujo la puerta de cristal y compro pan. Quédese la vuelta.
Quiero hacer el amor con mi mujer, pero ella lo hace conmigo. Y cuando lo hace, no siento mi cuerpo, y los recuerdos son tan intensos, que no necesito nada más. Desnudo sobre la cama, la sombra de la lámpara del techo me apacigua. La veo a ella con una bata de lana azul, larga hasta las rodillas desnudas y delgadas, sale del baño, enrosca una bufanda gruesa bajo su cabeza, y el cigarrillo ya lo tiene pegado al labio superior. Oigo las zapatillas de casa destartaladas arrastrándose sobre las baldosas, y sonriéndome con gesto feliz desaparece. Cuando en pijama entro en la cocina, ella espera impaciente al tostador. Aún tengo una inmensa erección.
-¿Volverás a terapia?
-No.
-¿Quieres tostada?
-Sí.
¿Por qué?
-Tengo hambre.
-¿Por qué no volverás?
-El dinero no resuelve mi dolor.
-¿Qué necesitas?
-Vacío. O ser una sola persona.
-¿Mantequilla?
-Sí.
-¿Cuántas eres?
-Más de las que puedo soportar.
.
Desaparezco. Apenas me duermo, estoy en paz conmigo mismo. Hay una caja de pastillas sin código de barras sobre la mesilla, un libro que no he empezado y pañuelos con mocos secos. Y sueño profundo. Soy una roca que emerge de la arena, inamovible, a la que golpea el mar, que se esconde cuando sube la marea, que muestra su belleza cuando baja, y entonces sí, descanso, porque nada me hace más feliz. Soy una persona incoherente, que odia la existencia y la desaparición.
Me siento en el mismo sillón, cruzo las piernas, muerdo la uña del pulgar, indistinto cuál, y le miro. En el reloj de la pared son las cinco y diez. Huele a té de menta, siento el error, el dinero doblado en la cartera, en el bolsillo trasero de mi pantalón, y veo su gesto rígido como el de una esponja seca esperando que el agua le empape.
-Ayer hice el amor con mi mujer.
-¿Y te gustó?
-Sentí que al fin, como todas las personas que algún día estuvieron dentro de mí, ya podía desaparecer.
-¿En qué sentido?
-Que todo al fin cobraba sentido.
-¿Puedes ser más claro?
-Sí.
-¿Y?
-Que hoy puedo morir.
-¿Y lo harás?
-No.
Camino a casa por una calle ancha de números impares. El café en el vaso de cartón humea bajo mi nariz fría, mojada y roja. Parece que va a nevar. Odio a todas las personas que nunca quisieron tocarme. Las que aún no quieren. Y cuando lo hacen, ansío que lo hagan. Veo mi cabeza estirarse como un chicle, que se despega del cuerpo, se evapora, y esa desaparición es un estado inigualable. Huele a tierra mojada y mi mujer llama por teléfono. Quiere que hagamos el amor.
Fotografía: e. e. Mccollum