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Soy un ser vivo y he despertado encerrado. Estoy en un lugar oscuro, no encuentro la puerta, no sé dónde está, no veo nada. Aún siento cómo se mueve la sangre dentro de mi piel, y cuando palpo y me toco descubro que no llevo ropa. Alguien me la ha robado. No recuerdo habérmela quitado, ni habérmela puesto. No hay colores que ver porque todo es negro. Es un ceguera. La oscuridad es completa, tanto, que ni siquiera puedo recordar los colores. Los pienso. Tampoco recuerdo sus nombres. Camino en círculos, dibujo esquinas con mis pasos, araño con la yema de mis dedos las paredes de una textura dura y suave y sigo sin encontrar un resquicio de luz. ¿Dónde está la puerta? ¿Dónde? Levanto la voz, me oigo y me convenzo de que estoy vivo, pero nadie me escucha. No. Nadie me oye. ¿O ambas? Empiezo a sentir frío, una desafinada respiración y miedo. Afuera continúa el mundo. ¿verdad?
Pienso en las personas caminando, en las que corren, esperan y duermen. En los seres haciéndolo todo de un lado a otro, haciéndolo con uno y con otro, mirándose, mintiéndose, sintiéndose, hablándose sin decirse toda la verdad, o diciéndosela y discutiendo, ignorándose, amándose y abandonándose. Afuera está la naturaleza continuando con su lógica aplastante, porque no hay nada más natural que la vida y morir. Y pienso en mi madre, en el gesto feliz que tuvo cuando murió, en los ojos vacíos de mi padre, y de ahí voy a las manos de mi esposa preparándome un café temprano por la mañana, y yo mirando a su espalda, impaciente, sin tocarla, oliendo el aroma humeante que serpentea desde el borde la taza. Y lo siento, lo huelo y lo echo todo de menos.
Caigo al suelo. Es frío. Me abrazo y hundo la cabeza hasta la altura del ombligo. Hay vello duro en mi barriga. Lo recuerdo blanco, ondulado y desobediente. Échate crema, échate mucha crema para mantener joven la piel. Ya es tarde. Tengo sesenta y seis años, tengo sesenta y siete, u ocho, y al acariciarme todo lo que noto es áspero. No es firme, no es agradable, no es bello, no me veo. ¿Y si no soy yo? Quiero recordar la noche anterior, mi cama, la almohada sosteniéndome la cabeza, el teléfono en modo avión sobre la mesilla, el pijama dándome calor, y ella cogiéndome la mano bajo las sábanas, dándome las buenas noches y durmiéndonos tal vez a la vez. Quiero, pero no lo recuerdo. Aúllo levantando la cabeza como un lobo hambriento en la cúspide de la montaña. Es una voz gutural, desesperante, terrorífica, insoportable. Nadie la oye.
Si he entrado puedo salir. Recordar cómo accedí para recordar cómo salir. En el amor nunca quise salir de ti. En la muerte nunca quise entrar sin ti. Afuera muchos coches buscan aparcamiento y no recuerdo el día que dejé de conducir.
Mis pies y mis manos con sus dedos y uñas, mi nariz, mis orejas, mi boca, dentro su lengua, mi barbilla, el pelo que sobrevive en mi cabeza, la forma de mi cuello y su nuez respirando cada segundo. Sí soy yo el que ha despertado aquí, pero no sé que es aquí. Dibujo círculos y choco con las esquinas. Me arrastro como una serpiente, y salto y salto y no hay techo que alcance. No me rindo, pero desisto. Aquí dentro no hay nada. ¿Y afuera?
Golpeo la pared. El puño cerrado se choca con desgarro en un muro sólido e infranqueable. Ni duele ni se rompe. Golpeo la pared. La planta del pie se choca una y otra vez con un muro sólido e infranqueable. Ni duele ni se rompe. Golpeo la pared. Mi frente choca con desgarro en un muro sólido e infraqueable. Tampoco sangro. Me rindo. Soy un ser vivo y me siento encerrado.
Realidad
El maletero olía distinto. A recuerdos, pensó. En él, a un lado había dos instrumentos, una flauta y un ukelele, ambos en sus respectivas fundas. Atado a una goma, un trapo y un pequeño y viejo bote para limpiar el salpicadero. Nada más. La rueda que estaba bajo la tapa de felpa y la manta de cuadros tenía cada vez más óxido. Manolo esperó que la luz del garaje se apagará, encendió la linterna del teléfono, metió la mano en el bolsillo y sacó la servilleta en la que escondía el anillo. Entre los círculos de la llanta, con cuidado, introdujo los dedos y hurgó hasta hallar un recoveco justo, y que durante la conducción no cayera. Cuando lo sintió seguro, sacó el brazo, apagó la luz, y con prisa bajó la puerta del maletero. Nadie a su alrededor, coches apagados, una gotera sorda y restos de aceite seco, y sin embargo, sentía la sospecha de que alguien le había visto.
Por la mañana habían hablado de él en la televisión. Álex le había dado un abrazo largo, le había besado el cuello, acariciado la espalda, y sutilmente pasó con suavidad la mano por la entrepierna. Ella le había besado, bebido el último sorbo de café, y antes de irse apretó el botón de apagado. Déjalo ya, dijo. Cerró la puerta, la volvió a abrir con prisa, desenganchó el teléfono del cargador, cerró de nuevo y se fue sin decir nada más. Manolo pulsó el número uno y volvió a ver la imagen del brazo. No dejaba de aparecer. En primer plano, en segundo, en lo alto en una esquina de la pantalla, en la secuencia de un vídeo y entre las constantes palabras de los presentadores. Hablaban de la importancia del metal, del nombre de la mujer, del marido aún con vida que, apenado, no entendía qué desalmado había podido quitarle la vida a su esposa, cortarle el brazo y robarle un anillo. Hablaban de teorías, sospechas, investigaciones y poco más. No había ajustes de cuentas y tampoco un valor desmesurado en la joya desaparecida. No había respuestas, y quizá, pensó Manolo, la vida era lo que uno siempre necesitaba, respuestas. De ahí, triste, dijo para sí una vez más en voz baja, la muerte. Vio la hora en el microondas. Apagó el televisor, se calzó unos zapatos negros y miró el teléfono. Nada. Era hora de subirse al vehículo y dirigirse con calma hasta el trabajo.
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Álex, la noche anterior, bebió primero la copa que Manolo había dejado en el lavabo, se tapó después con la toalla, y sin salir de la alfombra del baño comenzó a secarse. No tuvo en cuenta las tres hojas grapadas que su marido había posado sobre la taza del retrete. Con cierta incomodidad por su presencia, su cercanía y el poco espacio que dejaba en el baño, Álex no se movió de su lugar, le miró y espero que él dijera todo lo que tenía que decir. Manolo, en cambio, no había planeado una manera de contarlo, ni siquiera una frase porque no quería que con el tiempo esas palabras se quedaran grabadas en su memoria como un trauma imborrable. No tenía nada, solo las tres hojas grapadas.
-¿Hablamos en cuanto me vista?
-Me parece bien.
-¿Puedo…?
Manolo entendió que su espacio era excesivo y salió hacia la habitación. Se sentó a los pies de la cama con los pies colgados por la altura del colchón, y de vez en cuando, de reojo, se enredaba en las curvas de la piel del cuerpo de su mujer desnudo que aparecía y desaparecía por el hueco de la puerta entreabierta. A veces era hermoso. A veces deseable, tanto, que tenía el impulso animal de masturbarse allí mismo con furia y prisa sin que ella lo supiera. Otras, por alguna razón que nunca quiso razonar ni saber, deseaba que ella nunca hubiera estado allí a su lado. Deshacer cada uno de los segundos de su vida y que su realidad no existiera. Sentía que cada milímetro de aquella piel ajena era un peso excesivo en su cabeza, y del que ahora, por mucho que quisiera solo la muerte le liberaría de él.
-Manolo…
Álex estaba seria y sostenía la segunda hoja grapada con su mano izquierda. Sólo vestía la ropa interior inferior. Los pechos pequeños, levemente desviados, claros y suaves estaban a un lado del documento. Él levantó la mirada, giró el cuello y buscó los ojos de su mujer. Sabía que no lloraría. Miraba seria, casi con reproche, como si la enfermedad fuera culpa suya, algo que a lo largo de todos aquellos años había hecho mal. Manolo pensó en qué, y supo que la lista de cosas era incalculable.
-Perdón. -Solo supo decir.
Álex volvió a llevar los ojos al papel, después lo dejó caer sobre la cama, se acercó hasta él y accedió a que sus rodillas se doblaran. A su altura, a apenas un palmo de sus rostro ella no dijo nada más. Con mucha suavidad le besó los labios y le acarició la cabeza. El beso se expandió, se derramó, se extendió, se eternizó, y en la lentitud de aquel extraño alivio hicieron el amor.
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La realidad era que al final de su camino Manolo veía un precipicio. También el cielo y el mar. Pero en ese punto estaba el vacío. Tras él, el pasado era un cristal irrompible que día a día avanzaba empujándole sin remedio hacia el fin. Hacía tiempo que no luchaba, únicamente avanzaba sumiso al ritmo de los días. Alexia, mientras él pensaba, tocaba el piano. La niña se había atascado en la página siete de una melodía sencilla de Chopin, pero él no le corregía y seguía escuchando el error y el tropiezo. La ausencia era una gran defensa, pensó. Imaginarse en aquel sendero recto que ya no era interminable incluso le apaciguaba. La realidad, pensó, era que su interior estaba yendo a un ritmo diferente, y que dentro nada se parecía a lo de fuera, y ahora que su mujer lo sabía, no lo asumía pero lo debería, él veía que la propagación de lo que sucedía dentro de su cuerpo sería imparable.
-Esta tecla, pausa, estas dos, levanta así y vuelves al inicio -Interrumpió.
-Me duele.
-Eso es bueno -dijo Manolo.
-¿El dolor?
-Sí. El dolor te enseña el buen camino. Solo cuando no duele sientes miedo.
-No entiendo. -Dijo Alexia.
-Inténtalo de nuevo, por favor…
Alexia quedó inmóvil durante varios segundos. La mano izquierda seguía sobre las teclas del piano, la derecha en el aire. Ella abría y cerraba los dedos lentamente tratando de recuperar la sensibilidad. Después, cuando detuvo el gesto, llevó esa mano hasta la cara de su profesor y la acarició.
-Yo solo quiero que todo deje de doler. -dijo Alexia.
La piedra golpeaba la piedra, y tras el estruendo, nada sonaba, nada se rompía. Había atado una cuerda gruesa a un palo, el fuego crepitaba en la cocina, la ciudad a un kilómetro y medio se mataba, sin sangre ni dolor, y en mi tenue oscuridad, tumbado, delgado, descuidado, acobardado, la piedra golpeaba la piedra y no se rompía. Oía gritos, y en ellos no cabía todo el miedo que todos teníamos. En la bolsa de basura solo la tapa de un yogur de plátano. Azúcar blanco esparcido en el mantel, los pájaros mudos, el sol calentando los tejados y las ventanas, todas, cerradas. Por ello moríamos, por la puta desesperación.
En la década de los noventa no tenía miedo a la altura, tampoco a caer, ni a la tos seca. En ese tiempo no necesitaba mirar el peso de la edad en la báscula, el reflejo en el espejo, el hueco de piel que me crecía al levantarme el cabello, tampoco alzar la voz para callar el ruido porque siempre de él huía, ni elegir la ropa para sentir que el atractivo me envolvía. En los años en los que la música siempre sonaba en círculos la vida era paciente, y el ser humano también. La masturbación no era una culpa. En 1998 llovía mucho en la ventana de mi habitación y siempre iba en zapatillas. Ella tenía la piel lisa, suave, el pubis largo y muy rizado, comíamos helado en la cama y veíamos mucha televisión. Nunca pensamos que todo lo de después ofrecería un gesto tan feo.
-Quiero que lo hagas.
-¿Qué?
-Te calles, no escuches, y en el silencio más absoluto sientas lo que estoy haciendo.
-No hablamos de sexo.
-¿Con una tortilla recién hecha sobre la mesa? En absoluto.
-¿Entonces?
-De nosotros dos.
En la actualidad, la ciudad continuaba gritando. Las campanas se repetían en el cielo. Llamaban a la esperanza, y ésta era una mentira con un hermoso disfraz. Una piedra azul en el desagüe encharcaba la bañera. No llovía, no hacía frío, teníamos la nevera vacía, y quince minutos después, otra vez las campanas. ¡Qué bella verdad el silencio! Maldije. Ella no me miró. Él ató sus cordones y corrió. Alguien en la sombra tosió, oí tres disparos, olí su aliento sucio, sentí un beso en la nuca, y la erección en el calzoncillo me aterró.
Desde el cristal enumerábamos zapatillas impares en los tendidos eléctricos, veíamos entristecidos contenedores de basura desbordados, ruedas de coches deshinchadas y cristales rotos. El tráfico había muerto, y con la muerte todo era una incómoda tranquilidad. Pensé que nunca hubo placer más absoluto que el vacío. Hundí los labios en la almohada, acaricié mi piel, ella acarició la mía, él enredó sus dedos entre mi pelo, arrancó mis calcetines y despareció. Todos los allí encerrados dormimos pensando que en el sueño el miedo se curaría. Éramos plural, y en la ese no teníamos cabida.
En el año 2011, celebré mi funeral. Sentado en el parqué me vi muerto, con las manos en la cabeza, los ojos encharcados, y ocho botellas de cervezas vacías a un solo metro de mis pies. Nadie alrededor. La música muda, la ropa en una maleta, los libros en tres cajas de cartón sin numerar, y el muñeco de plástico que habíamos comprado en un centro comercial, sentado con una sonrisa enorme en lo alto de la estantería. Por la ventana, abierta, corría el aire y no lo supe disfrutar. Era primavera y después no existía. Los autobuses aceleraban y frenaban. Nunca hicieron otra cosa. Dejé que mi cuerpo cayera, mi cabeza se golpeó en el suelo, y una vez más, dormí creyendo que allí todo se solucionaría. Nadie acudió a mi despedida.
-Lo que quiero es imposible.
-¿Qué es?
-Lo es.
-¿Me lo vas a decir?
-No.
-¿Ni una pista?
-No lo requiere.
-Es decir, que lo sé.
-Lo sabes.
-¿Y qué quieres?
-Que nada haya sucedido.
.
La piedra se rompió. El estruendo fue una fea verdad. Los trozos estaban sobre la hierba amarilla, sin flores, sin bichos, sin restos de vida. La piedra, de tanto golpear, como la vida, murió. La cuerda gruesa había perdido mi palo. No vi una huella, solo añicos y silencio. Con la nariz pegada a la ventana, cerrada, respiré y me ahogué. Me desmayé y te recordé desnuda, besándome, rogándome, asfixiándome. Mucho después, el agua sucia al abrirse el grifo, fría, el cielo sucio al salir el sol, el aliento nauseabundo al respirar, y el corazón lento y triste. Cerca, la ciudad enmudecía, sin sangre ni dolor. Las campanas quietas, la esperanza abandonada, y junto a la piedra, máscaras de papel. No dije una palabra, tampoco la escuché, porque con o sin ellas todo tendría su inevitable final.
Fotografía: Julián Furones
Me estoy arañando la planta de los pies. Te vas despacio, y me pierdo en el vello que, erizado, es una sombra entre tus piernas. El humo es un sendero tras el que desapareces. Me estoy echando mucho de menos y duermo sin tu cuerpo. Me despierto, me lavo la cara con un jabón dulce y áspero, cepillo mis dientes, arriba y abajo, abro la puerta, bajo cada uno de los escalones de madera con prisa, piso con excesivo peso, apresurado, y el sonido atormenta. Ya no miro atrás. Hay flores amarillas escondiendo el arcén.
Atrás, la niebla.
Vivimos en una casa de madera, nos arañan las ramas de los árboles. Duermo sobre las sábanas. Duermes bajo el colchón. Sueño en silencio y aprendo de las pesadillas que relatas cada noche. Te acaricio, te huelo, me escondo. Echo de menos el tacto, el deseo desobediente y ser valiente. No te toco, amanece y desfilan pájaros entre las tejas.
Tus labios fríos, mis labios rudos. El amor es un gesto tierno, y el pan en la panera, duro, se desmiga. En junio, el mar baila bajo tus pies pintados. Tus ojos lejanos, los míos cerrados, y ambos dibujándonos y evidenciando que nos hemos desenganchado. Recuerdo el cable deshilachado de la lámpara del armario.
La lluvia me dice lo que somos. Y qué somos. Me sabe el corazón a mugre, y aun latiendo bajo mi pecho, lo devoro. El dolor no ha muerto. Quiénes somos. Quiénes tú y yo. Amar no es querer, es ser. Te beso, y tras hacerlo, necesito abotonarme el abrigo.
Niebla cubriendo la hierba.
Pienso y me alimento. En invierno soy un lobo hambriento. No me como, me engullo. Tus senos fríos, mi pene duro. Tu cuerpo es un pomo, y mis dedos están rotos. Los dos en silencio, durmiendo.
-Me has pedido…
-Y te lo he dado.
-Pero no te he bebido.
-Tampoco tocado.
Nos escucho y no entiendo qué decimos.
A veces el frío se adueña del salón. A media noche, nos escribo. Duermo y despierto. Nos escribo. Busco tus huellas en el pasillo. Las piso, y en una silla de madera, tu estela. Nos masturbo. Oigo cómo me observas, oigo que fumas cogiéndome la mano, te oigo, lo intento, pero no sé lo que escucho.
Pienso y me atormento. La lluvia me estrangula, me rindo, me excito, eyaculo y pienso. Echo de menos lo que fuimos. En junio baila el mar y te amo. Levanto uno de los labios y continúo en silencio. Todas las palabras golpean al caer. Las recojo, sin embargo, no hay significado. Pienso que huyes, pero solo duermes.
Disecciono mi miedo, lo coloco sobre la mesa, y en ella aparecen ciento trece piezas. Carecen de sentido. Grito y hay un cuchillo atravesando mi cabeza. Te acercas, me alejo, y cuando no estás, te recuerdo. Mis labios, el sexo, los gemidos, el deseo, y los dos como un espejo. El fuego iluminaba tus ojos, la niebla es una sonrisa triste.
-¿Me quieres comprar los zapatos rojos?
-Te quiero descalzar.
-Habrá que pagarlos.
-Y abrazarnos.
Te beso, hablamos de palabras ligeras, del amor y la breve existencia de las cosas, del miércoles y la lista de la compra, de los sueños, y al callar, la niebla.
Fotografía: Virna Haffer.
Ataba los cordones de sus zapatos amarillos con una sola mano para demostrar destreza. La derecha. Ajustaba su corbata con dos dedos, el pulgar e índice. Observaba el cuerpo envejecido de su mujer, dormido, semidesnudo, sobre las sábanas arrugadas, y lo recordaba despierto, abrazándose al cariño; lo único que restaba, y le entristecía. Dos golpes de perfume en las muñecas, una toallita húmeda en los párpados, y sus pasos silenciosos descalzos. El tiempo era un desagüe abierto.
A veces fumaba un cigarrillo en el alféizar de la cocina, y lo hacía con los ojos cerrados, de puntillas por falta de altura, y con temor. El abandono era un desayuno frío, oscuro, solitario, y el agua corriendo en el baño. Las campañas hacían temblar los tejados. Él solía leer libros con las páginas ásperas y el lomo repleto de manchas. Adoraba las flores secas, las piedras blancas como una columna de humo, el amor y las sonrisas. Todo estaba desapareciendo.
Le dolían los huesos, aunque entendía la inviabilidad de la aflicción. Desnudo, apenas reconocía su rostro en el espejo. Se reflejaba más amplio, más blando, largo, triste, seco y vacío. Cepillaba sus dientes, untaba de crema la piel que le cubría las piernas, y permitía que un fino y viejo peine empujara con fuerza al tiempo. Colocó el tapón, el agua hirviendo llenó el lavabo. Jabón sucio y pelos. Cerró el grifo, hundió ambas manos, gritó y lloró. Las manos frías de su mujer bajo su pecho le dieron un extraño calor.
El reloj necesitaba una sola pila. El pasillo poseía una alfombra, y de las paredes era indispensable descolgar fotografías. Cuando decía palabras, apenas las dejaba sonar. Ató su zapatos amarillos, pisó el felpudo y se detuvo en el primer escalón. Oía el agua correr y tararear a su mujer. El dolor permanecía, y el amor no necesitaba pilas.
El señor era un cuerpo sin uso. Lo descalzó, sintió invisibilidad, izó su silencio, dejó de mover la piel. El agua se hundía. Tenía miedo a abrir cualquier puerta y que ella no estuviera detrás. Que la música llenara el salón y hubiera demasiado espacio para bailar. Que los libros no se volvieran abrir. Que el sueño se aferrara a su almohada y nadie le supiera despertar. El señor sentía un deseo, y en él, sin ella, nada. Veía el agua correr y el pánico siempre sería desaparecer.
Fotografía: Daniel Diez Crespo