El interior de un espacio

3

Álex

Se iluminó tres veces más antes de que todo cambiara. Antes de que el fin se presentara como un objeto inerte, palpable y horrible. Y aunque nada se viera, sabía que todo estaba ahí. Antes, pudo ver parpadear la luz en el salpicadero de su coche mientras la espuma del mar le cubría los tobillos una y otra vez. Oía las rocas golpearse unas con otras, vigilaba la posición intacta de las estrellas, la luz de alguna linterna con el rumbo perdido, y también veía a su mujer preocupada en su silla del comedor. Manolo estaba a punto de ser otro, y nunca pensó que su fin tuviera que parecerse tanto el de ese otro, y que aun siendo no lo fuera, y que ese final fuera el comienzo de todo.

Cuando su mujer se desnudaba, la casa se convertía en un habitáculo pequeño en el que apenas él conseguía respirar. Y si lo hacía, el oxígeno no tenía suficiente peso para él. Bocanadas de aire corto y famélico. Se imaginaba atrapado, claustrofóbico en una minúscula bola de red de metal, la misma que utilizaba para sumergir la hierba del té. Mientras, Manolo contemplaba hipnótico cada movimiento de aquel cuerpo que tantas veces sintió como suyo. Solo era rutina, aunque en sus ojos fuera un baile único. Sentado en su butaca tras un cristal que nadie iba ya romper, sentía una fuerte erección en el estómago y no en su piel, y allí, esperaba que el agua sobre el cristal y el vaho emborronara lo que tantas veces amó.

Álex nunca dejó su trabajo, su pasión, su positivismo innato, la sonrisa que enaltecía su desorientada dentadura, que aún torcida, resultaba hermosa. Siempre creyó en Manolo, en la destreza ante las teclas del piano, en la bondad de cada uno de sus actos, y en la huella que quiso dejar antes de morir, y que sin embargo, como tanto ser humano, no logró. Amaba el olor de su piel, tan pura y erótica sin perfume, el andar torcido de sus pies, la voz escondida y tenue, y la manera que tuvo tantos años de hacerle el amor. Ninguno de los dos habló de lo que pasó. Lentamente, solo sucedió.

Creyó que era el momento. Manolo nunca entendió nada de estrellas, tampoco en la posición de la luna, ni tuvo una mínima orientación, ni física ni temporal. Le gustaba sentir la vida, el amor y la felicidad. Por eso trajo a casa al perro, por las caricias, por el calor, y para hablar sin ser juzgado, puesto en entredicho, o vilipendiado. No había cosa más grande en el mundo que echara más de menos que amar a su mujer. Sin dirección. En un sentido y en todos. Y el teléfono, en ese pensamiento, volvió a encenderse junto al volante del vehículo.

Cuatro llamadas. Álex había sentido ese vacío con anterioridad. Después las disculpas, después las lágrimas, antes su voz de siempre, pausada, lejana, fría y en cierto modo triste. Tenía frente a sus ojos su foto, sonreía junto a Xabier en aquel verano de 2017. El último, siempre dijo. Levantó el pulgar, posó el teléfono sobre la mesa, bebió más vino blanco y marcó el icono verde. Tres tonos después, respondió.


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